Amy Carmichael, nació el 16 de diciembre de 1867 en Irlanda del norte, y fue la mayor de 7 hermanos. Sus padres, tuvieron un negocio de harina con el cual dieron empleo a muchos de los lugareños. Ellos fueron un matrimonio cristiano comprometido con Dios y con una gran conciencia social.
Durante su infancia, Amy se desarrolló en un ambiente familiar hogareño, con unos padres amorosos, que al mismo tiempo, y, cuando era necesario, aplicaban la disciplina sobre sus hijos basada en principios bíblicos. Amy y sus hermanos, aprendieron a honrar y a respetar esta sabia autoridad de sus padres.
A lo largo de su infancia, fue instruida en la palabra de Dios, creciendo en su corazón el genuino deseo de ayudar a los más necesitados. En esta formación que sus padres le dieron, podemos ver, que no fue más que la preparación para el llamado que Dios tenía para ella.
Amy Carmichael fue una niña con una tremenda fe por su relación tan cercana que desarrolló con Dios, tanto, que vivió con la certeza de que Él siempre respondía a sus oraciones, aprendiendo a reconocer cuando era un sí y cuando era un no.
A los 15 años fue enviada al internado metodista wesleyano. Allí, participo por primera vez en una organización dedicada a ministerios infantiles: The Children´s Special Service Mission, donde viviría una experiencia que la cambiaría para siempre: Decidió aceptar a Jesús como su Señor y Salvador, para dedicar su vida a Él.
Más tarde, y al fallecer su papá, a quien tanto amaba y admiraba, se dedicó al cuidado de su familia, apoyando a su madre en las labores de la casa. Fue una joven, que, mientras que otras adolescentes de su edad se preocupaban por destacar en sociedad, en ella iba creciendo cada vez más un profundo interés por buscar más y más la presencia de Dios.
Un día al regresar de la iglesia y camino a casa, al pasar frente a una fuente escuchó la voz audible de Dios que le decía: “La obra de cada hombre se hará manifiesta…”, su vida fue impactada de tal manera que pensó lo siguiente:
“Supe que había sucedido algo que había cambiado para mi los valores de la vida, ya no volvería a importarme nada que no fuera eterno”.
Después de eso, comenzó a tocar puerta por puerta para invitar a los niños pobres para celebrar encuentros infantiles. Dedicándose ahí, al estudio de la palabra de Dios.
Durante este tiempo en el que salía a las calles en busca de niños a los que les pudiera hablar del Señor, se dió cuenta que había niñas de 14 años que trabajaban en molineras demasiadas horas y con un sueldo miserable, por lo que también decidió ayudarlas, hablándoles de la salvación y del amor de Jesús.
Poco tiempo después, volvió a escuchar un llamado audible, diciéndole: “Id“. Supo que se trataba de Dios, que la mandaba para dirigirse hacia personas que aún no conocían del evangelio. Tuvo sentimientos encontrados, ya que tenía que dejar a su madre. Pero fue obediente y se dirigió a Japón, sería ahí donde comenzaría su ministerio misionero.
Amy, fue una mujer comprometida con su llamado, y el día que sintió que un alma se perdió, vino un pesar profundo a su corazón, por lo que se determinó a que nunca más le volvería a pasar.
Durante los 15 meses que permaneció en Japón, supo que Dios la estaba llamando a ser soltera y ella estuvo de acuerdo con eso. Entregó de manera genuina su alma y vida a Dios para servirle.
Al salir de este pequeño país, hizo una pequeña escala en Inglaterra, para después dirigirse a la India, de donde nunca más saldría. Aprendió el idioma y adoptó las costumbres locales.
Ahí, fue de aldea en aldea para predicar el evangelio, uniéndosele mujeres induistas que se habían convertido al cristianismo, llamándose así mismas: “El racimo de estrellas”.
A pesar de vivir persecución, ella se mantuvo firme y con una entrega absoluta.
“Si no tengo misericordia, así como mi Señor tuvo misericordia de mi, entonces no conozco nada del amor del Calvario. Si ambiciono algún lugar en la tierra distinto al suelo polvoriento en la base de la cruz, entonces no conozco del amor del Calvario”.
Durante su vida de misionera en la India, Amy Carmichael vivió milagros hermosos, en los cuales pudo ver el respaldo y la protección de Dios durante su ministerio.
Dios la usó de una manera poderosa para rescatar a niñas del tráfico. No fue fácil, ya que se arriesgó, y puso en peligro en muchas ocasiones su propia vida, pero su visión era firme, que esas pequeñas salieran en libertad de la prostitución.
Además de crear una casa hogar, donde albergó a todos los que les predicaba y se convertían a Dios, también fundó un hospital en el cual se ministraba a las personas enfermas que llegaban, en el amor de Cristo.
A pesar de haber terminado su vida prácticamente postrada en una cama debido a una caída y por enfermedades que venía arrastrando, ella nunca se dio por vencida, y dedicó sus últimos días a escribir libros para seguir llevando el mensaje de salvación.
Por la obra de Amy hacia la infancia y la comunidad India, hoy día se le reconoce como una gran reformadora social.